e martë, 26 qershor 2007

Marshall McLuhan, Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano.

Nos ha tocado vivir en un mundo que es el de la cultura de masas (aunque algunos autores prefieran hablar de industria cultural).
Esta cultura nuestra es la de los grandes movimientos populares, la de las interminables luchas políticas y sociales del siglo XX que venían a exteriorizar un sueño de cambio progresivo, y en la que entonces hay tanto un “a partir de” las revoluciones mexicana y bolchevique, como un “después de” el derrumbe del Muro de Berlín, dos hitos fundamentales, entre los cuales podemos encontrar los elementos a la vez que políticos, económicos, a partir de los cuales explicarnos todo un desarrollo.
Esta instancia del devenir capitalista, cuya más alta expresión han sido las distintas formas del Estado benefactor, como ya lo sabemos, no es un obsequio de los poderosos, sino una conquista de los pueblos.
¿A dónde irá a parar esta difícil, trabajosa adquisición con tanta “economía de mercado”?
Ni el mercado, ni la economía, son novedad para el hombre; en todo caso, lo que nos preocupa a muchos es esa fuerza desatada a la que damos en llamar neoliberalismo, que tras la caída del gran paradigma no tiene límite, no encuentra el punto que ponga freno al deslizamiento de su significación salvaje.
Esta cultura se desarrolla en lo que suele describirse como“era de la imagen”:
Universo en el que la imagen (y muy especialmente, la imagen electrónica), y el mirar consecuente con ella, ocupan un lugar central. No se trata en ello de lo icónico en sí, de cualquier iconicidad en juego, sino de las imágenes en movimiento, y más concretamente en ese formato pequeño que es el de la TV.
Vivimos, según nos lo adelantaraMcLuhan, en una aldea global, bajo el imperio de la televisión y sus pantallas. Un orbe globalizado, tanto en las comunicaciones, como en la economía o en la política, el de la revolución electrónica:
La TV es el medio hegemónico, que no sólo prescribe comportamientos, sino además facilita la regresión; los otros medios (radio, periódicos, etc.) tienen en tal sentido una eficacia muchísimo menor. Nadie se puede sustraer de tener alguna relación con la TV; a propósito de ello, nos dice McLuhan que si no la vemos en casa porque no tenemos televisor, es inevitable por lo menos verla en lugares públicos, o al menos estar en contacto con personas que consumen tal medio. Porque no tengamos coche no dejamos de formar parte de esta sociedad motorizada, del mismo modo que no hace falta saber leer y escribir para estar inscripto en un mundo alfabetizado. Nos ha tocado vivir en “la era de la Televisión”. La cultura de masas hoy es una cultura de la imagen.
Pero este mundo, en el cual pantallas e imagen tienen un papel preponderante, excede lo televisivo: están los videojuegos, cuya función es también la de entretenimiento, esas salas en las cuales adolescentes (y no tanto) pasan buena parte del tiempo de sus vidas; y por supuesto, además, ya en el área de trabajo, las imágenes que se leen en los ordenadores, que la mayoría del tiempo son, aunque con signos verbales también, iconicos: las pantallas de los ordenadores son en la égida de lo imaginario, en donde muchas veces se trata más de una operatoria mecánica que hace eje en lo visual (y analógico), que de una verdadera tarea de pensamiento (altamente metafórica).
Y a todo esto se le suma la tan mentada fusión entre video e informática, con lo cual se abren las puertas a una nueva dimensión témporal-espacial.
En definitiva, el mundo en el que vivimos, en la imposición de una sofisticada tecnología de pantallas y monitores, hace así efectiva la globalización del planeta, proceso este que empieza y termina por ser económico. Y esta cultura de la imagen es la de la videopolítica. A ella , según nuestro punto de vista, le corresponde a la vez un tipo de hombre, una determinada forma de organización político-cultural; hombre, en tanto hombre-imagen, o, como dice McLuhan, hombre electrónico, crónico televidente, el que ve a distancia, agente de lo inmutable en su fijeza, quien se repliega en un ethos de ficción audiovisual, realidad virtual bidimensional en la que las imágenes son planas y remedan los objetos del mundo, cosmos televisual en el que el ser, lo que existe, está en, viene de la pantalla, de modo que el ser es el parecer (*recurro a la Sociedad del espectáculo, y según la definición de Guy Debord) en tanto el televidente les da vida a esos signos visuales, a la par que en parte pierde la vida propia en todo su esplendor al reducirla a la mera condición de mirada; organización político-cultural, cuya práctica política se ha degradado en tanto video-política, la videopolis, si se permite jugar con las palabras, entendiendo que esta polis de las pantallas es lo opuesto de la polis griega, está en sus antípodas, es la antipolis, es decir, la videopolis: reino de la imagen, que se articula desde una estructura política en la que la democracia es indirecta y no participativa, reino de la ilusión en donde el ágora se confunde con el estudio desde el cual las cámaras registran el show político-periodístico, escena en la que el voto es televoto, y la única participación consiste en hacer una llamada telefónico que en nada altera el no-hacer, el inconmovible mirar de la masa quieta y silenciosa. Así, hombre-imagen y videópolis hacen uno:


En la aldea global, en este mundo globalizado tanto cultural como políticamente, hay un hombre universal que lo puebla, más o menos utilitarista, más o menos hueco, conforme ello con el estereotipo que desde las usinas del poder massmediático se promueve.
Y este hombre, esta sociedad de hombres que prolifera, no es en cualquier contexto, sino en el marco de una derrota política mundial sufrida por las fuerzas progresistas, esto es, la caída de un gran paradigma de cambio (en el sentido de una libertad, una igualdad y una fraternidad cada vez mayores: para todos, y no para unos pocos). Este fracaso nosotros lo hemos vivido en carne propia, de resultas de lo cual padecemos el actual estado de regresión político-económica.
He llegado a la conclusión de que la regresión operada llega hasta los cimientos mismos de cada hombre que hace masa (cualquiera de nosotros, en tanto destinatarios de los mensajes de las comunicaciones de masas): en un sentido ya fundamental, la regresión es psicológica. La caída del paradigma es una caída de ideales, y esto no es sin consecuencias para la estructura psíquica; se producen modificaciones de la subjetividad, a la par que se promueve la formación de un determinado tipo de sujeto: adaptado al “modelo” vigente.
Claro que la caída de ideales no es la caída del ideal: éste es un lugar en la estructura psíquica, y es imposible que la gente viva sin tener alguno, tan sólo que, desde la perspectiva de una psicología de masas, consecuentemente con la caída de un paradigma, la derrota, se quebró el ideal, pero no cualquiera, sino un ideal colectivo de cambio político, y con ello quedó desdibujado todo un proyecto de nación. Esto dejó su marca en los individuos: el terror no fue sin consecuencias, sino que atravesó los cuerpos. El sujeto del post terrorismo de Estado se debate entre el goce narcisista y la esquizoidía sociocultural, vencido y desorganizado, vive en el aislamiento; en verdad, lobo de sí mismo. Además, la caída del gran ideal de cambio trajo aparejado el sobredimensionamiento de la pasividad, o, más aún, la inmovilización; sobrevino entonces el colapso del deseo político.
A través de los media, se impone una realidad virtual que es funcional al olvido de la sujeción: el sujeto de la TV, sujeto sujetado, olvida en el reino de lo virtual su ser sujeto de la sujeción, para que ésta, como algo ya natural, devenga eterna. Por otra parte, ése es el eterno rol de la ideología, hoy en día mediáticamente, televisivamente difundida. A su vez, y dentro de este contexto, el paradigma del Cambio ha caído y, al parecer, tan sólo nos queda el consuelo posmoderno de lo gris, la aurea mediocritas elevada al rango de ideal. Este sujeto es en buena medida sujeto del narcisismo, un no-sujeto: ni del cambio, ni de nada, el sujeto de la nada: un puro Yo de contemplación, el Yo de la TV. Por cierto que un Yo que se completa desde la pantalla, un Yo alienado: el de los ciudadanos aterrorizados, y bien quietos, con su teta-televisor a pedir de boca, un casi bebé, con cerebro adulto, en manos de la nodriza TV. McLuhan, también atravesado por el psicoanálisis, desde las páginas de Comprender los medios, nos dice aproximadamente lo mismo, de una manera que, aunque aforística, resulta coincidente: “Con la televisión, el teleespectador es la pantalla”.
El hombre massmediático no opina; por el contrario sencillamente obedece: otros piensan por él; se ubica en una posición semejante a la del hipnotizado frente al hipnotizador.
Pero no todo es manipulación, lo que la televisión hace con el sujeto es un dejarse hacer del sujeto: su deseo, mejor dicho su no-deseo, cuenta en ello: cada sujeto que hace masa, las masas, en suma, son responsables, ya que en algún sentido también eligen. Sabemos que esto es difícil de aceptar para quienes se manejan con apotegmas del estilo de “el pueblo nunca se equivoca, lo engañan”, aquellos que piensan al pueblo, a “la gente” (expresión de moda), o como se quiera decir, como si de niños se tratase. Apuntamos a la idea de responsabilidad (no culpabilidad), en cuanto a que hay un grado de identidad entre cada sujeto-masa, y aquél, líder o lo que fuera, que es la cara visible del poder: las masas optan, y hay un algo en común entre el que manda y los que obedecen; pastores y rebaño son las dos caras de la misma moneda (los hechos históricos no son al margen de los pueblos, ellos tienen siempre algún grado de responsabilidad). En ese sentido, el sujeto de la democracia formal , el sujeto de la regresión narcisista de la libido, además de alienado, también infantilizado, se torna irresponsable.
Parece en fin, que lo que le ocurra, se lo tendrá bien merecido.
Porque recordemos lo que decía André Gide. “Saber liberarse no es nada; lo arduo es saber ser libre…”


Frases:

-Nos convertimos en lo que vemos. Marshall McLuhan

-Inventamos instrumentos para más tarde dejar que ellos nos reinventen a nosotros. Marshall McLuhan

-La propia información es transformada en un “bien”. Marshall McLuhan

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